domingo, octubre 09, 2011

Sinfonía

Su cara era un interminable abanico de expresiones. 
Invadiendo los sentidos durante aproximadamente 8 minutos de repertorio, era la calidez de sus dedos balanceandose de acá para allá, la que parecía estar buscando mi cuerpo, desde que el día comenzó y abrí los ojos para atravesarlo.

Se movía, por momentos, frenéticamente, impulsada por su emoción y la velocidad con que la melodía fluía de su mente hacia los huesos. 

Otro rato se la pasó frunciendo el ceño. Eran sus ojos quienes direccionaban el asunto, pasivos, tranquilos, pero punzantes en simultáneo. Mierda que era una mujer rara. 
Las arrugas en su cara denotaban una máxima concentración. Yo pestañeaba despacio, recortando las ondas que llegaban a mis oídos, pidiendo a gritos al tiempo que se tarde en llegar. Y cuando quería reafirmar su expresión, ya era otra, no se sostenía tan seria ni así de concentrada. Comenzaba a reir, efusivamente, gozando esplendorosa, irradiando la pasión que emanaba de sus músculos, hacia las cuerdas del instrumento. 

Se paseaba feliz y constante por aquel blanco amarillento; donde, de cuando en cuando, una solitaria marca negra se aparecía, señalando las alteraciones de la armonía.

Fue su serenidad la que se robó la escena. Fueron sus dedos y ese piano de cola, una sóla cosa. Un sólo cuerpo perfecto para disgregar el vacío de una sala repleta de invitados. Un todo recién nacido, la condensación de un montón de ideas dispersas emergentes, melodías plagadas de silencio ajeno.
 



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